José Rivera
Tonalá, 16 de julio de 2015, “Ignoro
cuándo surgió mi vocación literaria, aunque la respuesta que procure siempre
será anímica volitiva” señala el poeta Tonalteco Óscar Wong cuando le pregunto
sobre sus inicios. Y prosigue, “En más de 13 lustros he sabido y a veces he
padecido a la perfección de los accidentes de la substancia aristotélica;
aunque el infaltable Quevedo lo exterioriza de manera más convincente: No sentí
resbalar, mudos, los años.
“Cuarenta años adentrándome en el existencial
laberinto de la lírica, reencontrándome a veces con mis inicios, entrelazándome
a punto de la asfixia. He descubierto que la Poesía es terriblemente celosa,
melosa: amarga como la miel del libro que degustó Juan de Pathmos a instancias
del Ángel. Y esta Revelación me perturba, me empequeñece, me hace enmudecer. El
Vibrante Haz Luminoso que desciende durante la Eucaristía me obliga a
arrodillarme. Y me sé un simple ser humano atento a la resonancia del Cosmos,
tratando de balbucear algunas palabras”.
La charla es a propósito de su
nueva obra poética, “Penumbras de la luz”, publicado por el Fondo Editorial del
Gobierno del Estado de México”. Comenta que la vocación literaria es un destino
terrible, devastador. “Es el caldero de brujas de que hablaba el impar Sabines.
Por eso en mí siempre cobra actualidad la tríada galesa del siglo XII o XIII:
“Es mortal mofarse de un poeta, amar a un poeta, ser un poeta”. Un sino
aterrador, pero que debe asumirse sin aspavientos. De cualquier manera asumo
que llegué a la literatura como una forma de reivindicación: mi padre,
originario de Cantón, China, jamás consiguió ser un buen hablante del español.
Nunca fue a la escuela. Aprendió por sí mismo lo poco que sabía de la nueva
lengua. Presupongo que por eso me volqué en el ámbito estético-lingüístico. A
través de mí habla mi padre”.
“En la literatura mexicana –precisa El poema
seminal–, el nombre de Óscar Wong es sinónimo de persistencia, de constancia.
Durante más de 30 años ha luchado contra todo para forjar una escritura que se
sostiene por sí misma, fiel al lenguaje, a la búsqueda de la poesía y a sus
propias leyes internas. Sus raíces, la china y la chiapaneca, están plenamente
amalgamadas en su trabajo creador, sin mostrarse aparatosamente. De ahí que su
poesía es un continuo triunfo sobre la armazón idiomática de que está hecha.
Además, el magisterio casi silencioso y la continua indagación crítica de que
ha hecho alarde, sostiene a Wong como alguien que ha podido superar con creces
las limitaciones del capillismo y el sectarismo, tan marcado en estas lides”.
¿Hubo un momento en la edad
temprana en que se sintió fuertemente atraído por la literatura? ¿Recuerda sus
primeras lecturas?
Recuerdo que de pequeño guardaba
los poemas que venían en las hojas desprendibles de los calendarios que mi
padre obsequiaba cada fin de año; tal vez ahí desarrollé el gusto por la poesía
o me nació el impulso por integrar antologías. O seguramente advertí que me
agradaba la belleza al contemplar los ojos dulces de la niña rubia, que terminó
siendo mi musa, La Musa. Confieso que la primera obra literaria que leí fue Rayuela,
de Julio Cortázar. Y esa densa perturbación desmesurada se volvió un recurrente
ceremonial. Los ríos metafísicos me estrujaban en un perpetuo torbellino. Y
desde entonces leí como un indigente provinciano ayuno de bibliotecas y
librerías. Descubrí que los poetas existían, que estaban vivos (en el
Generalito, ahí en la Prepa 3, aquella del bazukazo, una figura delgada,
imponente, enfundado en un chamarro café, oficiaba ante los preparatorianos:
“En la calle mil, dos mil, cinco mil estudiantes…”. A través de Abigael
Bohórquez –en enero de 1969– la poesía me devastó con su presencia feroz).
Aunque no lo platico, el
movimiento estudiantil de 1968 me alcanzó en las oficinas del director de la
Prepa 3. Como integrante del Consejo Estudiantil, me ofrecí a resguardar la
escuela, esa tarde de julio. Junto con el director Alatorre cerramos los
salones, previa firma en el sello. Afuera continuaba la refriega entre
estudiantes y granaderos. Para no aburrirme, cuidaba la puerta trasera y
anotaba el número de la ambulancia, el nombre de los paramédicos y el de los
heridos. De cuando en cuando subía a las oficinas de la dirección para dejar la
lista, informar sobre los hechos y tomar un café. Poco después de las 11 de la
noche llamó el director para informarnos que había referencias de que el
Ejército arribaría. Agradecimos la noticia, pero nos reímos argumentando la
famosa autonomía universitaria. Minutos después nos devastó el estruendo de la
bazuka.
¿Cómo se da su acercamiento a la
literatura, a la poesía?
Es una pregunta que no puede
responderse de inmediato, o que alcanza varias vertientes. Y las fechas son
demasiado inasibles, son gotas que se van desecando y a veces se congelan y
terminan en la indiferencia (aunque Cortázar decía que “el tiempo es un bichito
que anda y anda”. Y a veces es aplastado por la impetuosidad de la vida,
agregaría). A veces hay que reinventar el pasado, o vislumbrarlo con los ojos
que ya no existen. Por aquel tiempo mi desarrollo intelectual era primitivo,
silvestre, y no conocía la “O” por lo redondo, como estipulaba el poeta
zacatecano. Por fortuna conocí a piadosos compañeros preparatorianos, quienes
me iniciaron en el ritual de la lectura, en el ceremonial de la música: blues,
jazz, clásica nos regocijaban el alma y los oídos. El éxtasis concluía a las
cinco o seis de la mañana, cuando los vecinos se molestaban ante el Coro Mormón
acompañado de la Filarmónica de Londres, interpretando a todo volumen La novena
sinfonía de Beethoven.
Sí. Rayuela fue un golpe demoledor
que transfiguró mi visión del mundo. Mozart, o Juan González, mis amigos de
aquella época, me prestaron la obra, con la condición de regresarla. Lo cual
hice a los 15 días, desde luego. Casi al año siguiente, una joven muy cercana a
mi corazón me la obsequió en ese cumpleaños. Y, por supuesto, aún la conservo.
Cortázar se hizo imprescindible. Y vinieron las compras y lecturas de sus
libros. Incluso pertenecíamos al Club de la serpiente: con esa melomanía
persecutoria (Charly Parker, Armstrong, etc.), discurríamos entre la lectura y
los sueños con la Maga (por fortuna, años más tarde, mi esposa se negó a que mi
primogénito se llamara Rocamadour). Reían los camaradas porque el personaje
oriental que aparece con mi apellido en uno de los capítulos de la novela
cortazariana se masturbaba; por supuesto que yo me defendía replicando que no,
que yo jamás (pues razonable era).
Y entonces vino otra revelación.
Pameos y meopas también me sacudió. Poema tras poema, como indica el anagrama
del título, cobraron realidad. Algunos, previamente, fueron recogidos en los
pisos de arriba y de abajo del libro Último round (publicado por Siglo XXI, en
1969) y, los más, en Salvo el crepúsculo (1984). El ritmo cortazariano me puso
en guardia. Lo que él denominaba “prosemas” para mí resultó ser simplemente
“verso corrido”, porque en esos enunciados persistía el ritmo, la acentuación
del canto. No era prosa poética ni poema en prosa. Simplemente era la poesía
moviéndose –a través de los trazos y signos acumulados–, con su cadencia
sapientísima, simulando una serpiente santificada.
Pameos y meopas (en una edición de
Seix Barral, de Barcelona, en 1971) terminó en la mochila del poeta
infrarrealista Roberto Bolaño, quien alzó el vuelo hacia Barcelona. Desde
entonces he buscado ese libro (ahora, creo, inexistente). Sí, el mismo Bolaño
quien ahora tiene un culto reservado, y preservado, por infinidad de fans en
todo el hemisferio. Un jovencísimo Roberto Bolaño que, luego de la comida y de
las botellas de vino en mi hogar en la colonia Guadalupe Insurgentes, hizo la
“huevada” de quemar el libro de Miguel Ángel Flores, galardonado con el Premio
Nacional de Poesía Aguascalientes. Pero esa ya es otra historia.
¿Usted perteneció a un grupo
literario al inicio de su carrera? ¿Con qué escritores mexicanos se siente más
identificado y con quienes ha tenido amistad?
Nunca he pertenecido a ningún
grupo literario. Publiqué mi primer poema en el suplemento El Gallo Ilustrado,
de El día, donde también colaboraba Efraín Huerta. Un par de semanas después,
Antonio Delgado me habló del suplemento Revista Mexicana de Cultura, de El
Nacional. Un par de semanas después me presenté a la redacción. Luego de unos
minutos, parado en la puerta y sin atreverme a entrar, Juan Rejano levantó la
vista, me vio y me invitó a entrar. Por ahí estaban Juan Cervera, el maestro
Magaña Esquivel, Xorge del Campo, Humberto Musacchio y otros escritores. Deje
mis poemas y a los 15 días los vi compartiendo la plana debajo de un cuento de
René Avilés Fabila, quien había obtenido una mentón en el concurso Casa de las
Américas. En su momento hice vida literaria: Agustín Monsreal fue mi primer
jefe. Trabajé con Luis Spota en el suplemento de El Heraldo de México y en La
Hora 25, un programa de TV, donde trabajaban Elda Peralta y la China Mendoza.
Iba a encuentros de escritores, convocados por la UNAM y el INBA. Ahí conocí a
José Agustín, a Marco Antonio Campos, a Vicente Quirarte. Tuve la fortuna de
conocer a Carlos Pellicer, a Octavio Paz, a Efraín Huerta, a José Emilio
Pacheco, al maestro Alí Chumacero. En fin.
Durante años los chiapanecos nos
leíamos y nos considerábamos como pares, porque Juan Bañuelos, Oscar Oliva y
Eraclio Zepeda, de La Espiga Amotinada, procuraban a los más jóvenes: Raúl
Garduño, Elva Macías, Javier Molina. Jaime Labastida fue mi maestro en la
Facultad de Filosofía y Letras y después, cuando tuve la beca del INBA-Fonapas,
no resistía y participaba en las discusiones, pues trabajábamos en su casa.
Ethel Krauze y Jesús Luis Benítez eran los otros becarios. Carlos Montemayor
fue mi asesor en el Centro Mexicano de Escritores. Pero desde octubre de 1986
las cosas cambiaron: enviudé y tuve que hacerme cargo de mis dos pequeños
hijos. Me fui a Chiapas un tiempo. Volví después al DF, pero ya casi no salía
de casa. Sabines, en cierta ocasión, me dijo: “ya déjate de presentaciones de
libros y de pendejadas. Ponte a chingarle.” Y eso he procurado hacer desde
entonces. Me encerré en el Wongnasterio a impartir cursos y talleres de
creación poética.
Concluye la charla comentando que
su nuevo libro “Penumbras de la luz”, tendrá tres presentaciones organizadas
por la institución; aunque aún no tiene fechas. Wong, por otra parte, recibió
un homenaje en el Palacio de Bellas Artes el domingo 15 de marzo, en la sala
Ponce, por sus 40 años de trayectoria profesional. A la fecha, ninguna
institución chiapaneca se ha sumado a estos festejos, salvo el H. Ayuntamiento
de Tonalá, quien el 27 de diciembre de 2014, en sesión extraordinaria de
cabildo, lo nombró “Hijo Predilecto a favor de la Cultura y de las Artes del
Municipio de Tonalá, Chiapas”.
Óscar Wong radica en la ciudad de
México e imparte de manera independiente cursos y talleres de creación
literaria.
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