jueves, 16 de julio de 2015

Oscar Wong, hijo predilecto de Tonalá, realizara próximamente presentaciones de su poemario penumbras de la luz


José Rivera

Tonalá, 16 de julio de 2015, “Ignoro cuándo surgió mi vocación literaria, aunque la respuesta que procure siempre será anímica volitiva” señala el poeta Tonalteco Óscar Wong cuando le pregunto sobre sus inicios. Y prosigue, “En más de 13 lustros he sabido y a veces he padecido a la perfección de los accidentes de la substancia aristotélica; aunque el infaltable Quevedo lo exterioriza de manera más convincente: No sentí resbalar, mudos, los años.

 “Cuarenta años adentrándome en el existencial laberinto de la lírica, reencontrándome a veces con mis inicios, entrelazándome a punto de la asfixia. He descubierto que la Poesía es terriblemente celosa, melosa: amarga como la miel del libro que degustó Juan de Pathmos a instancias del Ángel. Y esta Revelación me perturba, me empequeñece, me hace enmudecer. El Vibrante Haz Luminoso que desciende durante la Eucaristía me obliga a arrodillarme. Y me sé un simple ser humano atento a la resonancia del Cosmos, tratando de balbucear algunas palabras”.

La charla es a propósito de su nueva obra poética, “Penumbras de la luz”, publicado por el Fondo Editorial del Gobierno del Estado de México”. Comenta que la vocación literaria es un destino terrible, devastador. “Es el caldero de brujas de que hablaba el impar Sabines. Por eso en mí siempre cobra actualidad la tríada galesa del siglo XII o XIII: “Es mortal mofarse de un poeta, amar a un poeta, ser un poeta”. Un sino aterrador, pero que debe asumirse sin aspavientos. De cualquier manera asumo que llegué a la literatura como una forma de reivindicación: mi padre, originario de Cantón, China, jamás consiguió ser un buen hablante del español. Nunca fue a la escuela. Aprendió por sí mismo lo poco que sabía de la nueva lengua. Presupongo que por eso me volqué en el ámbito estético-lingüístico. A través de mí habla mi padre”.

 “En la literatura mexicana –precisa El poema seminal–, el nombre de Óscar Wong es sinónimo de persistencia, de constancia. Durante más de 30 años ha luchado contra todo para forjar una escritura que se sostiene por sí misma, fiel al lenguaje, a la búsqueda de la poesía y a sus propias leyes internas. Sus raíces, la china y la chiapaneca, están plenamente amalgamadas en su trabajo creador, sin mostrarse aparatosamente. De ahí que su poesía es un continuo triunfo sobre la armazón idiomática de que está hecha. Además, el magisterio casi silencioso y la continua indagación crítica de que ha hecho alarde, sostiene a Wong como alguien que ha podido superar con creces las limitaciones del capillismo y el sectarismo, tan marcado en estas lides”.

¿Hubo un momento en la edad temprana en que se sintió fuertemente atraído por la literatura? ¿Recuerda sus primeras lecturas?

Recuerdo que de pequeño guardaba los poemas que venían en las hojas desprendibles de los calendarios que mi padre obsequiaba cada fin de año; tal vez ahí desarrollé el gusto por la poesía o me nació el impulso por integrar antologías. O seguramente advertí que me agradaba la belleza al contemplar los ojos dulces de la niña rubia, que terminó siendo mi musa, La Musa. Confieso que la primera obra literaria que leí fue Rayuela, de Julio Cortázar. Y esa densa perturbación desmesurada se volvió un recurrente ceremonial. Los ríos metafísicos me estrujaban en un perpetuo torbellino. Y desde entonces leí como un indigente provinciano ayuno de bibliotecas y librerías. Descubrí que los poetas existían, que estaban vivos (en el Generalito, ahí en la Prepa 3, aquella del bazukazo, una figura delgada, imponente, enfundado en un chamarro café, oficiaba ante los preparatorianos: “En la calle mil, dos mil, cinco mil estudiantes…”. A través de Abigael Bohórquez –en enero de 1969– la poesía me devastó con su presencia feroz).



Aunque no lo platico, el movimiento estudiantil de 1968 me alcanzó en las oficinas del director de la Prepa 3. Como integrante del Consejo Estudiantil, me ofrecí a resguardar la escuela, esa tarde de julio. Junto con el director Alatorre cerramos los salones, previa firma en el sello. Afuera continuaba la refriega entre estudiantes y granaderos. Para no aburrirme, cuidaba la puerta trasera y anotaba el número de la ambulancia, el nombre de los paramédicos y el de los heridos. De cuando en cuando subía a las oficinas de la dirección para dejar la lista, informar sobre los hechos y tomar un café. Poco después de las 11 de la noche llamó el director para informarnos que había referencias de que el Ejército arribaría. Agradecimos la noticia, pero nos reímos argumentando la famosa autonomía universitaria. Minutos después nos devastó el estruendo de la bazuka.

¿Cómo se da su acercamiento a la literatura, a la poesía?

Es una pregunta que no puede responderse de inmediato, o que alcanza varias vertientes. Y las fechas son demasiado inasibles, son gotas que se van desecando y a veces se congelan y terminan en la indiferencia (aunque Cortázar decía que “el tiempo es un bichito que anda y anda”. Y a veces es aplastado por la impetuosidad de la vida, agregaría). A veces hay que reinventar el pasado, o vislumbrarlo con los ojos que ya no existen. Por aquel tiempo mi desarrollo intelectual era primitivo, silvestre, y no conocía la “O” por lo redondo, como estipulaba el poeta zacatecano. Por fortuna conocí a piadosos compañeros preparatorianos, quienes me iniciaron en el ritual de la lectura, en el ceremonial de la música: blues, jazz, clásica nos regocijaban el alma y los oídos. El éxtasis concluía a las cinco o seis de la mañana, cuando los vecinos se molestaban ante el Coro Mormón acompañado de la Filarmónica de Londres, interpretando a todo volumen La novena sinfonía de Beethoven.

Sí. Rayuela fue un golpe demoledor que transfiguró mi visión del mundo. Mozart, o Juan González, mis amigos de aquella época, me prestaron la obra, con la condición de regresarla. Lo cual hice a los 15 días, desde luego. Casi al año siguiente, una joven muy cercana a mi corazón me la obsequió en ese cumpleaños. Y, por supuesto, aún la conservo. Cortázar se hizo imprescindible. Y vinieron las compras y lecturas de sus libros. Incluso pertenecíamos al Club de la serpiente: con esa melomanía persecutoria (Charly Parker, Armstrong, etc.), discurríamos entre la lectura y los sueños con la Maga (por fortuna, años más tarde, mi esposa se negó a que mi primogénito se llamara Rocamadour). Reían los camaradas porque el personaje oriental que aparece con mi apellido en uno de los capítulos de la novela cortazariana se masturbaba; por supuesto que yo me defendía replicando que no, que yo jamás (pues razonable era).

Y entonces vino otra revelación. Pameos y meopas también me sacudió. Poema tras poema, como indica el anagrama del título, cobraron realidad. Algunos, previamente, fueron recogidos en los pisos de arriba y de abajo del libro Último round (publicado por Siglo XXI, en 1969) y, los más, en Salvo el crepúsculo (1984). El ritmo cortazariano me puso en guardia. Lo que él denominaba “prosemas” para mí resultó ser simplemente “verso corrido”, porque en esos enunciados persistía el ritmo, la acentuación del canto. No era prosa poética ni poema en prosa. Simplemente era la poesía moviéndose –a través de los trazos y signos acumulados–, con su cadencia sapientísima, simulando una serpiente santificada.

Pameos y meopas (en una edición de Seix Barral, de Barcelona, en 1971) terminó en la mochila del poeta infrarrealista Roberto Bolaño, quien alzó el vuelo hacia Barcelona. Desde entonces he buscado ese libro (ahora, creo, inexistente). Sí, el mismo Bolaño quien ahora tiene un culto reservado, y preservado, por infinidad de fans en todo el hemisferio. Un jovencísimo Roberto Bolaño que, luego de la comida y de las botellas de vino en mi hogar en la colonia Guadalupe Insurgentes, hizo la “huevada” de quemar el libro de Miguel Ángel Flores, galardonado con el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes. Pero esa ya es otra historia.

¿Usted perteneció a un grupo literario al inicio de su carrera? ¿Con qué escritores mexicanos se siente más identificado y con quienes ha tenido amistad?

Nunca he pertenecido a ningún grupo literario. Publiqué mi primer poema en el suplemento El Gallo Ilustrado, de El día, donde también colaboraba Efraín Huerta. Un par de semanas después, Antonio Delgado me habló del suplemento Revista Mexicana de Cultura, de El Nacional. Un par de semanas después me presenté a la redacción. Luego de unos minutos, parado en la puerta y sin atreverme a entrar, Juan Rejano levantó la vista, me vio y me invitó a entrar. Por ahí estaban Juan Cervera, el maestro Magaña Esquivel, Xorge del Campo, Humberto Musacchio y otros escritores. Deje mis poemas y a los 15 días los vi compartiendo la plana debajo de un cuento de René Avilés Fabila, quien había obtenido una mentón en el concurso Casa de las Américas. En su momento hice vida literaria: Agustín Monsreal fue mi primer jefe. Trabajé con Luis Spota en el suplemento de El Heraldo de México y en La Hora 25, un programa de TV, donde trabajaban Elda Peralta y la China Mendoza. Iba a encuentros de escritores, convocados por la UNAM y el INBA. Ahí conocí a José Agustín, a Marco Antonio Campos, a Vicente Quirarte. Tuve la fortuna de conocer a Carlos Pellicer, a Octavio Paz, a Efraín Huerta, a José Emilio Pacheco, al maestro Alí Chumacero. En fin.

Durante años los chiapanecos nos leíamos y nos considerábamos como pares, porque Juan Bañuelos, Oscar Oliva y Eraclio Zepeda, de La Espiga Amotinada, procuraban a los más jóvenes: Raúl Garduño, Elva Macías, Javier Molina. Jaime Labastida fue mi maestro en la Facultad de Filosofía y Letras y después, cuando tuve la beca del INBA-Fonapas, no resistía y participaba en las discusiones, pues trabajábamos en su casa. Ethel Krauze y Jesús Luis Benítez eran los otros becarios. Carlos Montemayor fue mi asesor en el Centro Mexicano de Escritores. Pero desde octubre de 1986 las cosas cambiaron: enviudé y tuve que hacerme cargo de mis dos pequeños hijos. Me fui a Chiapas un tiempo. Volví después al DF, pero ya casi no salía de casa. Sabines, en cierta ocasión, me dijo: “ya déjate de presentaciones de libros y de pendejadas. Ponte a chingarle.” Y eso he procurado hacer desde entonces. Me encerré en el Wongnasterio a impartir cursos y talleres de creación poética.

Concluye la charla comentando que su nuevo libro “Penumbras de la luz”, tendrá tres presentaciones organizadas por la institución; aunque aún no tiene fechas. Wong, por otra parte, recibió un homenaje en el Palacio de Bellas Artes el domingo 15 de marzo, en la sala Ponce, por sus 40 años de trayectoria profesional. A la fecha, ninguna institución chiapaneca se ha sumado a estos festejos, salvo el H. Ayuntamiento de Tonalá, quien el 27 de diciembre de 2014, en sesión extraordinaria de cabildo, lo nombró “Hijo Predilecto a favor de la Cultura y de las Artes del Municipio de Tonalá, Chiapas”.

Óscar Wong radica en la ciudad de México e imparte de manera independiente cursos y talleres de creación literaria.

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