Jose Rivera Martinez
Fundado hace aproximadamente 60 años por un temerario pescador y su familia, este poblado de la costa chiapaneca, ubicado en el municipio de Tonalá, se perfila como un destino turístico privilegiado, pero que requiere de fuertes inversiones con estudios de impacto ambiental para preservar ese nicho ecológico
Cuando la gigantesca esfera roja comienza a ahogarse bajo la fina línea del horizonte, los tibios rayos que despide le dan a la tarde un reflejo metálico, bruñido, testimonio de la inconmensurable superficie del mar, que se mira imponente desde el poblado de Boca del Cielo. Parvadas de diferentes especies regresan a los manglares y a la nutrida vegetación propia de los esteros de la costa chiapaneca, luego de perseguir durante toda la jornada los cardúmenes necesarios para la supervivencia.
La bocabarra tonalteca, con su playa de fina arena gris, es como un jirón del Edén bíblico. No siempre fue así.
Hace poco más de 60 años, un hombre ya maduro, Dionisio Ramos Domínguez y su esposa Leovigilda Ovando, ya no encontraron acomodo en la villa de Pueblo Nuevo-San Cayetano, porque sus hijos mayores no tenían forma de mantener a sus propias familias, debido a la falta de tierras productivas.
En un principio, la bocabarra estaba a mar abierto, sin el actual atolón de arena que frena el oleaje del Pacífico y propicia el espejo de aguas tranquilas que sirve de antesala a los esteros, los cuales conforman el canal intercostero que se prolonga de manera intermitente hasta Puerto Chiapas, en Tapachula.
Zacatales y terrenos pantanosos eran lo único que había en el área que don Dionisio y su mujer bautizaron sarcásticamente como Rancho Alegre. Al poco tiempo fue seguido por sus hijos mayores.
Dos de ellos, supervivientes de aquella odisea, platican, sobre cómo llegaron y fueron transformando el lugar.
Norberto Ramos Ovando, con sus más de 80 años encima, se mece apaciblemente en la hamaca en el corredor de su casa, ubicada en lo que podría considerarse el centro del villorrio.
Con el escaso pelo cano y la piel tostada por los largos años pasados en la lancha pescando bajo los inclementes rayos del Sol, don Norberto recuerda que las manchas de robalos parecían alfombras y no dejaban ver el fondo del estero, tapizado además de lisas, pargos, bagres, ostiones, patas de mula y tiburones. Con sólo salir algunas horas a la mar se regresaba con las lanchas y canoas rebosantes de pescados. Las cuentas se hacían en toneladas diarias.
“De 6 a 7 por jornada. Yo tenía que utilizar de 4 a 5 redes porque había mucho tiburón y las rompían. Pero siempre regresábamos con la lancha llena”, relata con nostalgia el legendario pescador.
Fundado hace aproximadamente 60 años por un temerario pescador y su familia, este poblado de la costa chiapaneca, ubicado en el municipio de Tonalá, se perfila como un destino turístico privilegiado, pero que requiere de fuertes inversiones con estudios de impacto ambiental para preservar ese nicho ecológico
Cuando la gigantesca esfera roja comienza a ahogarse bajo la fina línea del horizonte, los tibios rayos que despide le dan a la tarde un reflejo metálico, bruñido, testimonio de la inconmensurable superficie del mar, que se mira imponente desde el poblado de Boca del Cielo. Parvadas de diferentes especies regresan a los manglares y a la nutrida vegetación propia de los esteros de la costa chiapaneca, luego de perseguir durante toda la jornada los cardúmenes necesarios para la supervivencia.
La bocabarra tonalteca, con su playa de fina arena gris, es como un jirón del Edén bíblico. No siempre fue así.
Hace poco más de 60 años, un hombre ya maduro, Dionisio Ramos Domínguez y su esposa Leovigilda Ovando, ya no encontraron acomodo en la villa de Pueblo Nuevo-San Cayetano, porque sus hijos mayores no tenían forma de mantener a sus propias familias, debido a la falta de tierras productivas.
En un principio, la bocabarra estaba a mar abierto, sin el actual atolón de arena que frena el oleaje del Pacífico y propicia el espejo de aguas tranquilas que sirve de antesala a los esteros, los cuales conforman el canal intercostero que se prolonga de manera intermitente hasta Puerto Chiapas, en Tapachula.
Zacatales y terrenos pantanosos eran lo único que había en el área que don Dionisio y su mujer bautizaron sarcásticamente como Rancho Alegre. Al poco tiempo fue seguido por sus hijos mayores.
Dos de ellos, supervivientes de aquella odisea, platican, sobre cómo llegaron y fueron transformando el lugar.
Norberto Ramos Ovando, con sus más de 80 años encima, se mece apaciblemente en la hamaca en el corredor de su casa, ubicada en lo que podría considerarse el centro del villorrio.
Con el escaso pelo cano y la piel tostada por los largos años pasados en la lancha pescando bajo los inclementes rayos del Sol, don Norberto recuerda que las manchas de robalos parecían alfombras y no dejaban ver el fondo del estero, tapizado además de lisas, pargos, bagres, ostiones, patas de mula y tiburones. Con sólo salir algunas horas a la mar se regresaba con las lanchas y canoas rebosantes de pescados. Las cuentas se hacían en toneladas diarias.
“De 6 a 7 por jornada. Yo tenía que utilizar de 4 a 5 redes porque había mucho tiburón y las rompían. Pero siempre regresábamos con la lancha llena”, relata con nostalgia el legendario pescador.
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